¡Alaben al Señor desde la tierra…! ¡El rayo y el granizo, la nieve y la neblina! ¡El viento tempestuoso que cumple sus mandatos! ¡Los montes y las colinas! ¡Todos los cedros y los árboles frutales!
Salmo 148,7.8-9
La primera vez que sobrevolé la Cordillera de los Andes quedé completamente anonadado. El avión en el que viajaba iba prácticamente vacío, así que, con el debido permiso de las azafatas, pude ir de un extremo a otro del avión para contemplar esa maravilla de la naturaleza. Experimenté una emoción indescriptible ante algo que nunca había visto antes, al menos tan de cerca.
Es muy probable que muchos de nosotros hayamos sentido esa emoción y asombro al admirar algún paisaje natural, y hayamos dirigido nuestra admiración hacia Dios, quien hizo los cielos y la tierra.
El pasaje de hoy nos menciona que toda la naturaleza alaba a Dios, incluidos los seres humanos. Hay muchas cosas en la naturaleza que nos asombran, nos emocionan y nos hacen revivir sentimientos a flor de piel. Pero es importante distinguir entre la admiración que sentimos por todo esto y la alabanza que podemos ofrecer a aquel que creó todo esto.
Alabar a Dios no significa solamente “cantar bonito” un himno o un canto hacia Dios. La alabanza conlleva el reconocimiento que como cristianos tenemos de aquel que nos ha dado nueva vida en Cristo. Pasajes como este podemos verlos a través de la lente del evangelio, porque la alabanza a Dios está ligada al compromiso con su obra, al seguimiento del Evangelio y a la huella que como creyentes dejamos en esta tierra con nuestras acciones en favor de los demás. Esto no solo nos lleva a admirar todo lo que nos rodea en la naturaleza, sino también a reconocer nuestra total dependencia de nuestro Dios y Salvador.
Roberto Trejo Haager