“Pero no dejaré de amar a David, ni faltaré a mi fidelidad hacia él”
Salmo 89,33

“Si hacés esto, te daré una recompensa”.
“Si me hacés caso, te voy a querer”.
Son frases que recuerdo de mi infancia, de personas que condicionaban el amor. Yo también debo haber caído en eso alguna vez; sí, copiábamos esa actitud de los mayores: padres, maestros. Quiero creer que no he repetido esa conducta siendo adulta, pero no estoy convencida.
Querer a alguien rebelde, contestador, travieso, no es tan sencillo. Tampoco siempre disponemos del tiempo, la paciencia y la habilidad para escuchar y entender a la persona (niño o adulto) que muestra ese comportamiento inadecuado, que se “porta mal”. A menudo, estas personas terminan siendo excluidas de la sociedad. Nosotros también podemos sentir en ocasiones que necesitamos “portarnos bien”, hacer lo que agrada a los demás o a la sociedad para ser queridos, para que nos acepten. A pesar de ello, a veces sentimos que no es lo correcto.
Dios designó a David como rey para gobernar a una nación, a su pueblo elegido. En este salmo, se nos asegura que David tenía la promesa del amor de Dios; a pesar de sus errores y faltas, Dios lo amó de igual manera. El amor de Dios es un amor incondicional, y lo más asombroso es que abarca a todos. Dios nos ama a cada uno, sin importar nuestras acciones ni nuestras características.
“Alma bendice al Señor y su amor infinito; Dios, mi salud, de todo bien plenitud, ¡Seas por siempre bendito!” (Canto y Fe N° 197)

Beatriz M. Gunzelmann

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