Pero él, poniendo su mano derecha sobre mí, me dijo: “No tengas miedo; yo soy el primero y el último, y el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre.”

Apocalipsis 1,17-18

En aquellos lejanos días del mes de abril del año 1521, en la ciudad alemana de Worms, un teólogo y fraile agustino se presentó ante la asamblea de los príncipes del Sacro Imperio Romano Germánico no para retractarse sino, por el contrario, defender con firmeza y valentía su pensamiento. Ese monje no era otro que Martín Lutero, quien antes de presentarse frente a los príncipes en la dieta de Worms rogó confiadamente: “Omnipotente y eterno Dios, ¡qué terrible es este mundo! ¡Cómo quiere abrir sus quijadas para devorarme! ¡Y qué débil es la confianza que pongo en ti! Dios mío, protégeme en contra de la sabiduría mundana. Lleva a cabo la obra, puesto que la causa es tuya; es justa; es eterna. ¡Dios mío, ampárame, tú eres fiel y no cambias nunca! ¡No pongo mi confianza en ningún hombre! ¡Dios mío, Dios mío! ¿No me oyes? ¿Estás muerto? No; no estás muerto; mas te escondes. Dios mío, ¿dónde estás? Ven, ven. Yo sé que me has escogido para esta obra. ¡Levántate, pues, y ayúdame! Por amor de tu amado Hijo Jesucristo, que es mi defensor, mi escudo y mi fortaleza, ponte de mi lado. Estoy listo, dispuesto a ofrecer mi vida, tan obediente como un cordero, en testimonio de la verdad. Aun cuando el mundo estuviera lleno de diablos; aunque mi cuerpo fuera descoyuntado en el potro, despedazado y reducido a cenizas, mi alma es tuya: tu Sagrada Escritura me lo dice. Amén. ¡Dios mío, ampárame! Amén.”

David Juan Cirigliano

Apocalipsis 1,9-20

Compartir!

Share on facebook
Facebook
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn
Share on whatsapp
WhatsApp
Share on email
Email
Share on print
Print