Ten compasión de nosotros, Señor;… pues ya no soportamos sus insultos. ¡Demasiado hemos sufrido!…
Salmo 123,3
La definición de la Real Academia Española para la palabra “insulto” es la siguiente: “Acción o palabra ofensiva dirigida a alguien con la intención de humillar o herir sus sentimientos”.
El salmista, en su oración, declara: «No soportamos sus insultos… Demasiado hemos sufrido». El insulto marca el inicio de la degradación, consiste en descalificar al otro, negarle el derecho a ser respetado y excluirlo, dejándolo fuera de la sociedad. En estos tiempos actuales, nuestra sociedad se asemeja más a la época del salmista. Nos hemos acostumbrado a respirar el aire de los insultos. Como ejemplo, basta con conducir durante la hora pico: allí abundan los insultos y la gente demuestra una creatividad inusitada para ofender. Sin embargo, el insulto divide, rompe y daña a los demás.
El insulto invalida los derechos de una persona; mediante esta acción se le causa daño, privandola de la capacidad de expresarse y de emitir su opinión. En esencia, se silencia su voz.
La cuestión es que a menudo el insulto surge de la envidia. Por ejemplo, no insultamos a una persona con una «discapacidad» mental o de temperamento porque esa discapacidad no representa una amenaza para nosotros. Sin embargo, cuando alguien hace algo que no nos gusta, lo insultamos y lo hacemos pasar como “discapacitado”: discapacitado mental, discapacitado social, discapacitado familiar, sin capacidad de integración. Por lo tanto, el insulto destruye el futuro de una persona y anula su potencial.
Jesús detiene este camino con claridad: «esto no se hace». Tanto es así que si vas a orar, asistes al culto y te das cuenta de que uno de tus hermanos tiene algo en contra de ti, debes ir a reconciliarte con él. Aunque esto no sea fácil, los invito a reflexionar sobre lo hermoso que sería nunca insultar a los demás, ya que al hacerlo permitimos que otros crezcan. Que el Señor nos conceda esta gracia. Amén.
Daniel Enrique Frankowski