Nunca más el ruin será llamado generoso ni el tramposo será llamado espléndido. Porque el ruin hablará ruindades y su corazón maquinará iniquidades, para cometer impiedad y para proferir blasfemias contra el Señor; a los hambrientos los dejará ir con hambre y a los sedientos no les calmará la sed.
Isaías 32,5-6
Existe un dicho popular que anima a “llamar las cosas por su nombre”. Claramente esto va en contra de la conducta social mayoritaria. En general, preferimos la simulación, el eufemismo, los discursos que sobrevuelan la realidad. Llamar a las cosas por su nombre es una conducta arriesgada que incomoda a propios y ajenos. Esta es, justamente, una de las características más poderosas de la Palabra profética que es siempre minoritaria y no se deja usar en campañas políticas partidarias, ni por los detentores del poder, ni por las grandes cadenas de medios. La palabra profética se resiste a edulcorar o licuar las miserias sociales, entre las cuales se encuentra la mentira como inmenso recurso para adormecer y negar lo que realmente sucede. La porción de Isaías anuncia una nueva forma de ser y actuar dentro de un gobierno como Dios quiere. Ese gobierno es proyectado al futuro porque la realidad es que aun los ruines y tramposos cuentan con la complicidad de mucha gente. Por tanto esa palabra es una denuncia, un toque de campana para despertarnos. La palabra profética quiere impedir que seamos arrastrados por estructuras sociales que descargan su peso sobre los más vulnerables. Forma parte de la resistencia necesaria frente a la impunidad y el atropello. Solo es posible acceder a esta palabra concreta con mucha sensibilidad y arraigo en las situaciones concretas de la vida miradas desde la fe. Sin esa palabra que (nos) molesta no hay límite para la injusticia y se apaga la esperanza. La Navidad nos recuerda a Jesús, la Palabra de Dios, quien llama las cosas por su nombre y asume las consecuencias.
Juan Carlos Wagner
Isaías 32,1-20