Pero cuando se afirmó en el poder, se volvió orgulloso, lo cual fue su ruina…
2 Crónicas 26,16
Jesús decía: “qué difícil es que un rico entre en el Reino…” Nosotros podríamos parafrasearlo diciendo: qué difícil es que un “poderoso” entre en el Reino.
Cuando hablamos de los poderosos solemos pensar en quienes nos gobiernan o los que tienen mucho dinero. Pero ¿y si pienso en mí?
Quien más quien menos todos tenemos nuestra cuota de poder: como padres, como hermanos mayores, con nuestros padres cuando son ancianos, en nuestro trabajo… Y aunque más no sea ¡sobre nosotros mismos!
A veces llegamos a pensar que todo depende de nosotros y que somos el centro del mundo: no lo decimos, pero nos molesta que los demás no hagan lo que yo quiero, que no me traten como me gustaría, o que las cosas no sucedan como me gustaría.
Cuando esto pasa nos invaden las preocupaciones, los celos, las envidias, los rencores… Y nuestra oración se asemeja a la del Fariseo: “te alabo Padre porque no soy como ese publicano…”
El Señor viene a liberarnos de todo esto, pero necesitamos descubrirnos necesitados de su amor, de su ayuda; que no somos el sol en torno al cual giran todas las cosas, sino simples servidores: Él nos hizo y a Él pertenecemos.
Señor, no es orgulloso mi corazón, ni son altaneros mis ojos, ni voy tras cosas grandes y extraordinarias que están fuera de mi alcance. Al contrario, estoy callado y tranquilo, como un niño recién amamantado que está en brazos de su madre. (Salmo 131)
José María Soria
2 Crónicas 26,1-23