Alégrense en el Señor, hombres buenos y honrados; ¡Alégrense y griten de alegría!
Salmo 32,11
¡Qué bueno es recibir la invitación a alegrarse, a cantar a Dios y hasta gritar de alegría!
Frecuentemente tengo la impresión de que cuando estamos en la iglesia, celebrando el culto, los rostros sonrientes y joviales que traemos se borran de la puerta hacia adentro. Durante años se nos ha metido en la cabeza que dentro del templo debemos estar serios y rígidos como estatuas.
Incluso a veces hay personas que se incomodan cuando en la reflexión aparece un chiste que tiene coherencia con el tema, o si mientras se entona una canción se acompaña con palmas. Esto no significa restarle solemnidad al culto ni faltar el respeto a Dios, a quien adoramos.
Es hermoso que en el culto podamos expresar nuestra alegría y alabar a Dios de corazón con el ritmo de la música y con nuestras voces y canciones.
Pero el autor del salmo hace referencia a las personas buenas y honradas que alaban a Dios con un corazón sincero. Dios, a través de sus profetas, reprendía con dolor a su pueblo diciendo: “Este pueblo me sirve de palabra y me honra con la boca, pero su corazón está lejos de mí, y el culto que me rinde son cosas inventadas por los hombres y aprendidas de memoria.” (Isaías 29,13)
De nada sirven los cantos alegres, los instrumentos estridentes, las palmas y el movimiento corporal al son de los ritmos, si los mismos no son el reflejo de un corazón humilde, sincero, honrado y que sirve al Señor.
Alegrémonos, cantemos con energía y gritemos de gozo, pero que nuestra alabanza sea una expresión genuina de nuestros sentimientos de amor a Dios y a nuestro prójimo.
Ven, te invito a cantar al Señor; ven, te invito a deleitarte en él; ven, te invito a cantar al Señor con toda tu voz, con todo tu amor.
Suenen violines, toquen trompetas; alzad las voces, ¡alabad a Dios! Hombres y mujeres, niños y ancianos, todos muy alegres, ¡alabad a Dios! (Canto y Fe Nº 171)
Bernardo Raúl Spretz
Salmo 32,6-11
