Nos llenaron de atenciones, y después, al embarcarnos de nuevo, nos dieron todo lo necesario para el viaje.
Hechos 28,10
En la antigüedad, y especialmente en Oriente, la hospitalidad era un deber sagrado. Jesús, que no tenía un techo propio, era acogido en los hogares. Un día, cuando los samaritanos le negaron cama y comida, dos discípulos estaban tan indignados que querían invocar fuego del cielo sobre aquella aldea inhospitalaria (Lucas 9).Cuando los primeros cristianos tuvieron que abandonar sus casas por denuncias y persecuciones, la hospitalidad de hermanas y hermanos era una cuestión de vida o muerte.
El barco que llevaba a Pablo y sus compañeros a Roma, encalló en una playa de la isla de Malta. Los habitantes de esa isla los trataron –a pesar de ser totalmente desconocidos– muy bien a todos con los gestos más simples que significan tanto: una fogata en el frío, compartir el alimento y finalmente dar las provisiones necesarias para poder continuar su viaje. Eso se repitió en varias ocasiones en este texto. Cuando llegaron al puerto cerca de Roma dice: “encontramos a algunos hermanos que nos invitaron a quedarnos con ellos” (v. 14). Finalmente llegan a destino y “los hermanos de Roma ya tenían noticias acerca de nosotros; de manera que salieron a nuestro encuentro” y en vez de meterlo en la cárcel, permitieron que Pablo viviera aparte, vigilado solamente por un soldado.
Qué pena que hoy en día, especialmente en las grandes ciudades (en los pueblos del Interior todavía se puede vivenciar la hospitalidad) seamos tan desconfiados que no abrimos nuestras puertas, menos a extraños. Tendremos nuestras razones, pero no deja de ser una pena. Y nuestra desconfianza se traslada a la comunidad. ¿Somos realmente hospitalarios en nuestras congregaciones? Con los gestos más simples que significan tanto: una fogata en el frío, compartir el alimento y dar las provisiones necesarias para poder continuar el viaje.
Karin Krug
Hechos 28,1-16