¡Terrible cosa es caer en las manos del Dios viviente!
Hebreos 10,31
Está parado frente a la casa de sus padres. Parece que nada cambió desde que se fue. Hace tantos años, cuando pensaba que lo sabía todo mejor, que no debía tener consideración de nada y de nadie. Cuando quería dejar tras de sí su vieja vida y pensar solamente en sí mimo.
Una noche se fue. Se tomó lo que le correspondía. Y de la mesita de luz las alhajas de su abuela y con la tarjeta de crédito de sus padres, extrajo dinero. Se lo había tomado, a sabiendas que, si hacía eso, no iba a poder volver nunca. Que no les iba a poder mirar a los ojos. Que los puentes hacia sus padres estaban cortados.
Y ahora está aquí delante de la casa de sus padres tocando el timbre. Desde aquella noche su vida no se desarrolló como se lo había imaginado. En lugar de la gran carrera como actor sobrevino el desbarranco. Trabajos circunstanciales, los amigos equivocados, alcohol y drogas. Durante mucho tiempo intentó superar todo solo. Trató de demostrarse a sí mismo que no necesitaba a nadie.
Pero ahora está aquí frente a la casa de sus padres y escucha el andar de su padre que después de tantos años sigue siendo el mismo. Quiere girar y salir corriendo, porque sabe lo que les ha hecho, porque sabe qué malo fue su comportamiento, porque tiene miedo a lo que podría pasar enseguida. Pero ya no hay lugar a dónde ir, no le queda otra alternativa, y por eso se queda. Escucha crujir la cerradura y ve cómo se abre lentamente la puerta. Ve el viejo empapelado y los cuadros en la pared. Ve la mano de su padre. Ve la extrañeza en su cara, y entonces las lágrimas. Ve cómo se acerca lentamente hacia él y lo abraza. Ahora está parado aquí, siente el amor de su padre y es casi más de lo que puede soportar.
Michael Hoffmann
Hebreos 10,26-31