El ayuno que a mí me agrada consiste en esto: en que rompas las cadenas de la injusticia y desates los nudos que aprietan el yugo.
Isaías 58,6

“Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”, así le preguntaba un maestro de la ley a Jesús. “¿Cómo debo llevar mi vida para poder participar del Reino de Dios?” Así preguntamos muchos de nosotros hoy. De acuerdo a la cultura religiosa que nos envuelve, la respuesta será diferente. Y de acuerdo a nuestras disposiciones y condiciones personales, la capacidad de cumplir con aquello que nuestro ideario de fe establece como camino también lo será.
El ayuno es una de las prácticas de fe altamente cotizadas para los creyentes. Y de hecho no está mal tomarnos un tiempo, cada tanto y por un período determinado, para abstenernos total o parcialmente de comer o beber. Ayuda a depurarnos física y espiritualmente. A despojarnos de impulsos externos para conectarnos con nuestro interior y encontrarnos con nuestro Dios, fuente de vida y verdad. Sin embargo, el peligro de concentrarnos tanto en nosotros mismos y en nuestra relación personal con Dios, pueden hacer que se nos pierdan de vista nuestros hermanos y hermanas. Pero si la devoción personal no va de la mano con aquel pan que comparto con el hambriento, con el techo que le ofrezco al pobre, con la ropa con la que visto al que no la tiene y con el socorro que le brindo al necesitado, entonces el ayuno o cualquier otra práctica de fe habrán sido en vano.
Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de estos hermanos míos más humildes, por mí mismo lo hicieron. (Mateo 25,40)

Annedore Venhaus

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