Jesús le contestó: “Todos los que beben de esta agua, volverán a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca volverá a tener sed. Porque el agua que yo le daré brotará en él como un manantial de vida eterna”.
Juan 4,13-14
Es complejo lo que Jesús exige del entendimiento de la samaritana con la cual se encontró junto al pozo de Jacob. Ella se toma la promesa al pie de la letra y ya especula con la posibilidad futura de ahorrarse el esfuerzo de tener que llevar los pesados cántaros. Pero Jesús no apunta a ello. Él sabe que vamos a continuar necesitando agua mientras vivamos en este planeta. La sed que él quiere saciar no es la que se satisface con el líquido elemento. Tenemos sed de paz, de felicidad, de vida plena, de perdón de nuestras deudas, de libertad, de sentirnos queridos, de sentirnos respetados en nuestra dignidad. Estas necesidades no se pueden satisfacer con recursos provenientes del mundo creado. En cambio, el “agua” que nos ofrece Jesús sí puede calmar nuestra sed de todas esas cosas y más, porque es espíritu que proviene de Dios y calmará nuestra sed para siempre. Convertirá a los sedientos en personas satisfechas, que serán a su vez manantiales de “agua viviente”, fuentes de vida eterna, que vivificarán a otros. La samaritana hubo de continuar buscando agua en el pozo de Jacob. Pero, aunque le hubiera costado comprenderlo, se pudo ir a su casa contenta, pues fue aceptada como mujer, fue aceptada como samaritana y fue perdonada por los desarreglos de su vida, la podía rehacer. Había encontrado la fuente de agua viva… y posiblemente se haya convertido en manantial de vida eterna para la gente de su pueblo.
Federico Hugo Schäfer
Juan 4,1-14; Santiago 4,13-17