Él mismo concedió a unos ser apóstoles y a otros profetas, a otros anunciar el evangelio y a otros ser pastores y maestros. Así preparó a los del pueblo santo para un trabajo de servicio, para la edificación del cuerpo de Cristo.
Efesios 4,11-12
Diferentes dones nos son concedidos, no para poder o privilegios, sino para servir en la misión de Dios. Sólo así edificamos bien la comunidad, el cuerpo de Cristo que somos.
El reformador Martin Lutero enfatizó el aspecto del sacerdocio universal de los creyentes. Lo toma de Pablo, el apóstol, quien al instruir a la comunidad de Éfeso, destaca la riqueza y diversidad de dones y funciones que una congregación tiene.
Todos tenemos dones para edificar la comunidad y la sociedad toda. Pero Pablo destaca que podemos alcanzar la “mayoría de edad” –vale decir la autenticidad y valor- cuando profesamos la verdad y crecemos en fe en Cristo.
A menudo en las visitas a hermanos enfermos y postrados me encuentro con el sentimiento apenas expresado en palabras: “siento que no valgo nada, que nada puedo hacer aquí postrado, Dios se ha olvidado de mí, prefiero morir a seguir así”. Con mucha suavidad y ternura trato de hacer entender desde mi fe, que Dios siempre nos concede dones, en todo momento. Así proclamo que es erróneo pensar que no tengo nada para dar. Aun postrados tenemos el enorme don del amor, el dejarnos ayudar, ser servidos. Y no complicar y regañar a quien me ayuda y sostiene, sino facilitarle la tarea. Amando a quien me sirve. Eso es un don, un don de amor, de respeto por mí mismo y por el que sirve. Es el don de la sonrisa y de la mirada tierna.
Al fin y al cabo con la fe pasa lo mismo: porque me niego a dejarme servir por el que vino a servirnos. ¿Por qué no queremos dejarnos salvar?
Gracias, Señor, por los dones que me regalas, especialmente el del amor y la comprensión hacia quien me sirve. Amén.
Rubén Yennerich
Efesios 4,7-16