Sean ustedes santos, pues yo, el Señor su Dios, soy santo.
Levítico 19,2

Quien haya visitado alguna vez “Tierra Santa”, Israel, conoce los letreros en las entradas de iglesias, sinagogas y mezquitas: “Holy place – please dress modestly” o sea «Lugar santo – por favor vístase decentemente». Los shorts, los hombros desnudos y los escotes bajos están prohibidos. Lo sagrado parece estar asociado con la “pureza” moral y la decencia, demostrada en cosas externas como la vestimenta.
Para la Biblia hebrea, todo lo que pertenece a la esfera de Dios es santo: el cielo, los ángeles, el templo, su ciudad de Jerusalén, las cosas y los instrumentos rituales, pero también las personas que Dios ha elegido para su servicio, los profetas, los sacerdotes y otros: «Sean santos, porque yo soy santo.»
El Nuevo Testamento amplía el concepto de lo santo, porque Jesús proclamó el reino de Dios para todas las personas. La pertenencia al pueblo de Israel ya no es un requisito para la salvación, tampoco la observancia de leyes que antes se consideraban sagradas. Para los primeros cristianos, santidad significaba pertenecer a Cristo. La «comunión de los santos», que confesamos en nuestro credo, significa la comunidad de todas las personas que pertenecen a Cristo. Y no es su vestimenta la que lo demostrará, sino sus actos siguiendo a Cristo: el amor a Dios y al prójimo. No hay santidad de personas, cosas, lugares o acciones fuera de Cristo. Nadie puede promover la santificación a través de sus propios esfuerzos (por ejemplo, a través de una vida particularmente piadosa o buenas obras). Es y sigue siendo un don de Dios.
Los santos en la Iglesia Católica son vistos como «completamente diferentes», personas distinguidas, perfectas en su fe y acción, por eso han sido canonizadas, y a quienes se les puede orar. Según la comprensión protestante son modelos a seguir, testigos históricos de la gracia de Dios. No más. El teólogo Nathan Söderblom decía que «los santos son personas que facilitan que otros crean en Dios». En este sentido, todos estamos llamados a ser santos.

David Cela Heffel y Karin Krug

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