Ahora pues, israelitas, escuchen las leyes y decretos que les he enseñado, y pónganlos en práctica, para que vivan y ocupen el país que el Señor y Dios de sus antepasados les va a dar.
Deuteronomio 4,1

En la historia bíblica, la posesión de la tierra prometida se convierte en un elemento central para el pueblo de Israel. Representa la realización de las promesas que Dios hizo a los antepasados de Israel, y sirve como prueba tangible de su estatus privilegiado. El pueblo de Israel puede tener la certeza de que Dios los ha elegido y, por lo tanto, les proporcionará lo que más necesitaban: un territorio donde establecerse.
Pero esto no significa que el pueblo de Israel recibirá lo prometido con facilidad y sin condiciones. Moisés les advierte que deben respetar y practicar todas las enseñanzas de Dios, ya que él no podrá acompañarlos.
Estas historias nos permiten identificarnos con el pueblo de Israel. Nuestras comunidades también desean mantenerse unidas y respetar todas las enseñanzas de fe que recibimos, pero reconocemos que es un desafío y que, al igual que Israel, muchas veces nos hemos desviado de nuestro camino. En lugar de tratar de retomar las enseñanzas, a menudo seguimos obstinados en nuestras propias vías y decisiones, actuando con soberbia y arrogancia.
Los israelitas recibieron una advertencia de no tratar de alterar nada de lo que Dios les enseñó; en otras palabras, se les dijo que no debían luchar contra la divinidad. Nosotros tampoco debemos tratar de contender con Dios ni alterar sus palabras para que se adapten a nuestros deseos, ya que esto conducirá a nuestras comunidades por caminos de dolor y sufrimiento.
Alegrándonos de que Dios nos invite a seguir sus enseñanzas y siendo humildes para no intentar modificar ni cambiarlas en nuestro beneficio, oramos fervientemente para que Dios continúe guiándonos.

Guillermo Perrin