Y Dios castigó también a los habitantes de Siquén por la maldad que cometieron.

Jueces 9,57 (RVC)

El Antiguo Testamento contiene relatos de peleas, batallas e intrigas políticas. Ahí se nos trasmiten las vivencias, a veces muy turbulentas; de los israelitas como pueblo de Dios, de acuerdo con ese primer pacto que Él selló con ellos. Los israelitas debían ser fieles a Dios; si no, serían castigados. Todas las derrotas, plagas, enfermedades, todo lo malo que les ocurría, lo interpretaban como castigo por la desobediencia a las leyes de Dios y alejamiento de su voluntad.
Ese pacto fue reemplazado por otro muy distinto: el Nuevo Pacto o Testamento, que fue sellado mediante la vida, muerte y resurrección de Jesús. La base de ese pacto: el amor. Desde ese momento pertenece al “pueblo de Dios” toda persona que reconoce su fe en Dios. Esa fe implica aceptar la ley máxima que nos dejó Jesús: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.” Y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22,37.39) El castigo que tanto se temía, fue reemplazado por el perdón. Dios da su perdón y acepta a todo aquél que se arrepiente de corazón. Las guerras y toda forma de violencia ya no tienen razón de ser. Los que creemos en Dios somos alentados a buscar la tolerancia, el respeto, la justicia, todas las cualidades que implica el amor con respecto a todas las personas.
Señor: ayúdanos a entender esta nueva oportunidad que diste a los seres humanos y danos el coraje de vivir en tu amor. Amén.

Beatriz M. Gunzelmann

Jueces 9,50-59

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