Si ese fuera el caso, Cristo habría tenido que morir muchas veces desde la creación del mundo. Pero el hecho es que ahora, en el final de los tiempos, Cristo ha aparecido una sola vez y para siempre, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio para quitar el pecado.

Hebreos 9,26

Los textos de la carta a los Hebreos son de difícil comprensión. Porque en nuestras prácticas los sacrificios rituales, religiosos, no son una realidad. Sin embargo, debemos tener en cuenta que en todas las religiones antiguas y en algunas modernas los sacrificios, y dentro de estos la sangre derramada, es quizás la manera más pura de acercarse a la divinidad.

De hecho en el Antiguo Testamento hay diversos rituales para diferentes sacrificios. Lo novedoso de este texto es que los sacrificios ya no son necesarios para acercarnos a Dios. Pues Cristo ya dio su vida en la cruz para el perdón de todos nuestros pecados.

Quisiéramos pensar qué es lo que nos mueve a aceptar a Cristo como guía de nuestras vidas. ¿Es el temor a lo desconocido, es ver su sufri-miento y aún sin comprenderlo movilizarnos por ello? ¿Es tratar de entender la ofrenda de su vida como pago por nuestras debilidades?

Para meditar en ello queremos dejar un soneto anónimo, atribuido a diversos santos de la iglesia cristiana de la segunda mitad del siglo XVI:

No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido,

ni me mueve el infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte

clavado en una cruz y escarnecido,

muéveme ver tu cuerpo tan herido,

muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,

que aunque no hubiera cielo, yo te amara,

y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,

pues aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.

Germán Zijlstra y Doris Arduin Hebreos 9,16-28

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