El año en que murió el Rey Ozías, vi al señor sentado en un trono muy alto; el borde de su manto llenaba el templo. Unos seres como de fuego estaban por encima de él. Cada uno tenía seis alas. Con dos alas se cubrían la cara, con otras dos se cubrían la parte inferior del cuerpo y con las otras dos volaban. Y se decían el uno al otro: “Santo, santo, santo es el Señor todopoderoso; toda la tierra está llena de su gloria”. Al resonar esta voz, las puertas del templo temblaron, y el templo mismo se llenó de humo. Y pensé: “¡Ay de mí, voy a morir! He visto con mis ojos al Rey, al Señor todopoderoso; yo, que soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios impuros”.
Isaías 6,3
La adoración de los serafines, o también llamados “rayos de fuego del amor”, y la descripción del trono de Dios que acabamos de leer, nos invita a reflexionar sobre nuestra adoración a Dios. Esta visión nos enseña sobre la pureza y la santidad de Dios, lo cual nos debe motivar para apartarnos del pecado y buscar una vida íntegra y recta ante sus ojos.
La gloria de Dios que llena toda la tierra también nos abre los ojos al esplendor y la belleza del mundo en el que vivimos, compartimos y alabamos su grandeza. Al reconocer la obra de Dios en la creación, somos impulsados a desarrollar una mayor sensibilidad y cuidado hacia nosotros mismos, ya sea como jóvenes, niños, adultos, madres, padres, etc.
La adoración a Dios es una de las formas más elevadas de encontrarnos con él en nuestras vidas. Esto lo podemos hacer solos o con otros cristianos, en casa, en la comunidad o en diferentes encuentros, lo que nos hará sentir su presencia y su amor de una manera profunda y significativa.
Porque “donde dos o más se junten en mi nombre y para bien, yo estaré personalmente, con ustedes yo estaré” (Canto y Fe número 311).
Azul María Knecht