Te juro por el Señor tu Dios que no tengo nada de pan cocido. No tengo más que un puñado de harina en una tinaja y un poco de aceite en una jarra.
1 Reyes 17,12
Es la historia de la viuda de Sarepta y su hijo que estaban en una situación de profunda dificultad, todas las puertas estaban cerradas.
En el peor momento, sin saberlo, ella recibe la visita de un enviado de Dios. Elias, el profeta, llega a su casa y le pide algo de comer; su respuesta es desgarradora: “cocino esto y después nos morimos de hambre”.
En aquellos tiempos, ser viuda era muy difícil, ya que se necesitaba un familiar varón que actuara como mediador de los bienes o herencias. Además, empeoraba la situación el hecho de que las mujeres no podían trabajar para obtener dinero a cambio. En ciertos casos, si el dueño de un campo lo permitía, ellas podían seguir a los cosechadores y recoger las espigas de trigo que quedaban sin cosechar.
La situación parece ser desesperante, sin salida aparente. Si hubiera alguna herencia, el hecho de tener un hijo podría dar acceso a los bienes. Pero en este caso, no hay absolutamente nada: ni familia, ni bienes, ni conocidos.
Aún así, el texto deja ver una pequeña luz de esperanza, si no fuera así ¿para qué el esfuerzo de cocinar una última vez?
Les invito a hacer un recuento: tenemos al menos una tienda, disponemos de agua para ofrecer, comprendemos la realidad y existe la posibilidad de organizar esa última comida.
Para esos momentos en los que parece que todo se ha derrumbado, ¿puedes hacer un recuento de cosas y sentimientos que podrían sostenerte en medio de las angustias más profundas? ¿La fe sería uno de ellos?
Cristina La Motte