El Señor me ha instruido para que yo consuele a los cansados con palabras de aliento. Todas las mañanas me hace estar atento para que escuche dócilmente. El Señor me ha dado entendimiento, y yo no me he resistido ni le he vuelto las espaldas.
Isaías 50,4-6
Hoy traigo a la reflexión un poco de mi vida personal, recordando a mi mamá y a mi papá.
Cada día se levantaban temprano, siempre atentos a lo que necesitábamos como sus hijos. Aunque estaban cansados, encontraban la forma de consolarnos y darnos ánimo con sus palabras cuando algo no andaba bien. Nos escuchaban con paciencia y amor, como quienes escuchan la voz de Dios, sin resistirse a lo que sabían que debían hacer por sus hijos. Tal vez ese consuelo y esa escucha no siempre fueron exactamente lo que esperábamos, pero fue lo que pudieron darnos, lo mejor que hicieron según su entendimiento.
Soportaban en silencio cargas que nosotros, sus hijos, quizá no veíamos en ese entonces, y encima seguramente los criticábamos y les exigíamos cosas. Pero ellos no se quejaban ni se daban por vencidos cuando las cosas se ponían difíciles. Y sí que lo fueron en su momento, mientras todos estudiábamos: yo en la escuela, y mis hermanas y hermano en la facultad, en la otra punta de la provincia, cuando las rutas para llegar aún eran de tierra y todo costaba más por la distancia, la falta de medios de comunicación, entre tantas otras cosas. Incluso cuando enfrentaban todos esos desafíos, no se apartaban de su misión. Seguían adelante, ofreciendo su tiempo, su trabajo, su amor y su vida por nosotros, como quienes siguen el llamado de Dios sin dudar.
Gracias, Jesús, porque en ellos puedo ver la imagen del amor incondicional de Dios. Gracias por haberlos acompañado en mi crianza. Permite, oh Padre Nuestro, que siempre tengamos a nuestro alrededor personas que nos motiven a seguir firmes en la fe. Y fortalécenos cada día en nuestra misión de cuidarnos y guiarnos mutuamente. ¡Amén!
Patricia Wawrysiuk