Pero esta riqueza la tenemos en nuestro cuerpo, que es como una olla de barro, para mostrar que ese poder tan grande viene de Dios y no de nosotros.
2 Corintios 4,7
En una de las primeras ocasiones en las que tuve que jugar al fútbol, en segundo grado, recibí un fuerte golpe en la boca del estómago que me dejó fuera de juego. A partir de esa experiencia, desarrollé un temor hacia el juego. Durante mis años de secundaria en un colegio dirigido por sacerdotes, se jugaba mucho al fútbol. Así que en las clases de educación física, en los recreos y lo que resultaba aún peor, durante los largos sábados y domingos en los que debía quedarme internado, no tenía nada que hacer.
Aproveché para hacer dos cosas. En primer lugar, me leí todos los libros de la pequeña biblioteca y aprendí a hacer ejercicio por mi cuenta. Un profesor me prestó unos cuadernillos con rutinas de ejercicios, y con la ayuda de los empleados del colegio, construimos una barra y dos paralelas donde practicaba gimnasia mientras los demás jugaban al juego en el que no me sentía incluido. Adquirí habilidades y resistencia que los demás no tenían. Logré superar mi complejo de inferioridad, que estaba muy acentuado debido a mi contextura baja y a la larga lista de apodos que me habían dado.
Al enfrentar el momento de subir al púlpito, pronto me di cuenta de que mis inseguridades resurgían. Con el tiempo, logré superar esta situación al comprender que mis complejos, carencias y las complejidades de mi personalidad no eran lo más importante. Lo esencial era el mensaje que tenía que transmitir, y por esto estoy agradecido a un consejo que recibí de un profesor, el ex sacerdote Severino Croatto, quien me dijo: “No eres tú, sino lo que dices lo que tiene valor”.
Sí, somos como pequeños recipientes de barro, pero el contenido que llevamos dentro vale oro, y si expresamos eso de manera efectiva, aún mejor.
Waldemar von Hof