Después nos fuimos al desierto por el camino del Mar Rojo, tal como el Señor me lo había ordenado, y pasamos mucho tiempo caminando alrededor de las montañas de Seir.

Deuteronomio 2,1

Recuerdo una revista en la se hablaba del castigo de Dios. Allí se afirmaba que los terremotos, las inundaciones, las  guerras, y demás calamidades y sufrimientos eran castigos de Dios. En dicho artículo se hacía una enumeración de los caos naturales de los últimos años, enfatizando su constante aumento en número e intensidad. Al final, se hacía una exhortación a la conversión. Es todo un clásico evangelístico fomentar el miedo por el castigo para «incentivar» la conversión.

Es demasiado fácil y muy tentador interpretar el sufrimiento ajeno como castigo de Dios. Cuando actuamos así, estamos asumiendo nuestros juicios imperfectos como divinos, confundiendo nuestro concepto de justicia, con el de Dios. Jesús mismo rechazó estas actitudes. ¿Por qué? Porque con estas interpretaciones ponemos juicio y condena cuando deberíamos poner misericordia. Un ejemplo lo tenemos en Juan 9,2: Maestro, ¿por qué nació ciego este hombre? ¿Por el pecado de sus padres, o por su propio pecado? Nunca hemos sido llamados a juzgar. Juicio y pedantería van siempre juntos. Implícitamente siempre hay un «gracias Dios porque no soy como aquel…»

Fijémonos que desde el Génesis al Apocalipsis, se afirma que el juicio pertenece a Dios, no a nosotros, y que, al fin de cuentas, debemos juzgar nuestra propia vida, no la de los demás. Son nuestros propios pecados los que debemos confesar. ¿Por qué te pones a mirar la astilla que tiene tu hermano en el ojo, y no te fijas en el tronco que tú tienes en el tuyo? (Mateo 7,2)

Sergio A. Schmidt

Deuteronomio 2, 1-15

 

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