Pedro, Juan y Jacobo callaron, y en aquellos días no dijeron a nadie nada de lo que habían visto.

Lucas 9,36

Es triplemente difícil meditar sobre el silencio cualificado (Dietrich Bonhoeffer), es decir un silencio a partir del Evangelio y no uno aparte: por un lado, están tan en boga los consejos análogos y aplicaciones digitales sobre el tiempo de calidad, que les dan un lugar de excelencia a la concentración y al silencio. Por otra parte, en un tiempo donde todos aparentamos ser especialistas en todos los ámbitos, abundan la dispersión y parloteo. Por último, en un contexto donde a varios les cuesta respetar el límite de la intimidad, integridad y dignidad del otro y de la otra, el silencio siempre puede ser (mal)interpretado como consentimiento a la violencia arrolladora.

Y aun así los invito, queridos hermanos y hermanas: ¡Callemos, hermanos y que vuelva el silencio! Pero que nuestro silencio sea uno apostólico y nuestra concentración una discipular. No confundamos ese silencio, que es silencio como respuesta a la gloriosa presencia de Dios en su Palabra, con un mero estar quieto en que se levanta el bullicio de voces que llevamos dentro. No confundamos esa concentración, que es reorientación en medio de la vida hacia la Palabra de Vida, con el aislamiento en un lugar donde simplemente nos es bueno estar (Lucas 9,33).

Solamente un silencio tal, que da la gloria a Dios por estar abierto hacía él, es cualificado para ofrecerle una palabra a los que se quedaron sin voz y cantar un cántico con los desamparados (Friedrich Karl Barth). Y solamente así nuestro silencio no podrá ser (mal)interpretado como consentimiento a la violencia.

Michael Nachtrab Lucas 9,28-36

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