Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo sino el Espíritu que procede de Dios, para que entendamos lo que por su gracia él nos ha concedido.
1 Corintios 2,12
“Pastor, le agradezco mucho, muy bueno el mensaje, pero yo no creo en estas cosas, yo creo en el dios de las lombrices, soy ateo.”, me explicó el hijo, luego del entierro de su padre. “Y yo te agradezco por tu sinceridad. Esto me permite orar por ti”, le contesté.
No se puede explicar la fe en Jesucristo con la razón, ni mucho me- nos decir: “bueno, a partir de ahora yo también quiero creer.”
No me refiero a las dudas que todos tenemos. Es más, la fe sin dudas no es fe, es una especie de egoísmo. Escribe el poeta inglés Alfred Tennyson: “Hay más fe en una duda honesta, créanme, que en la mitad de los credos.” (1974, p. 274)
No, aquel muchacho se consideraba ateo. La única fe que tenía era la fe en sí mismo, su capacidad de razonar y de juzgarlo todo a partir de la “prueba”. Para él, con la muerte física todo termina.
Pero la conversación con el hijo que había despedido a su padre me ayudó a tomar consciencia de mi propia fe: yo no hice absolutamente nada para tenerla, es un regalo, es pura gracia.
Gracias, Señor, por la fe que tú me das, gracias por el Espíritu que me abre los ojos, que me hace ver más allá de mis posibilidades intelectuales. Hoy te pido por aquellos que aún no pueden compartir conmigo la alegría pascual de la vida eterna. Amén.
Reiner Kalmbach
1 Corintios 2,10-16