Sábado Santo
Pilato les dijo: “Ahí tienen ustedes soldados de guardia. Vayan y aseguren el sepulcro lo mejor que puedan.”
Mateo 27,65
Las autoridades judías, pactando con el enemigo Pilato, representante del imperio romano que pisaba la tierra de Israel, piden una guardia para que vigile la tumba de Jesús. Supuestamente para evitar que los discípulos roben de noche el cadáver y salgan diciendo que volvió a vivir. Pero en el fondo es un reconocimiento de que siguen temiendo la autoridad de aquel que vino sin poder ostentoso, brutal y corrupto, sino con el poder de Dios que ama, perdona, sana y salva.
El viernes terminó en tragedia. Una oposición creciente llevó a Jesús a la muerte. Sufrió la traición de Judas, la despreocupación de los más cercanos que se durmieron en Getsemaní mientras él luchaba en oración, la horda de los atropellados que lo tomaron preso, el abandono de los discípulos, un interrogatorio vergonzoso con testigos falsos, las condenas múltiples de las autoridades religiosas y políticas, la negación de Pedro, las burlas, los azotes, la crucifixión y la muerte. Y ahora el cadáver está ahí, en una tumba. Ahí terminó todo. Para completar la vergüenza, esa tumba ahora será vigilada por soldados del gobernador para evitar cualquier continuación de la historia que los opositores querían ver muerta del todo y para siempre.
Todo terminó en esa tumba – ¿o no?
“Aseguren el sepulcro lo mejor que puedan” dice Pilato. Una formulación algo rara, no carente de un fino humor, seguro no del romano, sino del evangelista que nos presenta el relato. Pilato, sin quererlo, como una especie de profeta en contra de su propia voluntad, parece dejar abierta una posibilidad curiosa: justamente que no podrán asegurar la tumba como se lo están imaginando.
Cuando finalmente sucede lo inesperado, los guardias caen como muertos. No funcionó el esquema de los enemigos. Jesús triunfó sobre el pecado y la muerte. Ya nadie ni nada podrá detener su victoria.
René Krüger
Lucas 23,50-56