Si alguno viene a mí y no me ama más que a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aún a sí mismo, no puede ser mi discípulo.

Lucas 14,26

El amor es algo misterioso e inexplicable. No decidimos a quién amar, simplemente amamos.

Hay diferentes maneras de amar: a cada integrante de nuestra familia materna, también la que formamos, a nuestra pareja… pero no hay competencia en el amor, justamente porque son diferentes formas y eso es lo bueno. Lo importante es amar de manera equilibrada, sin obsesiones ni sumisiones.

Pero el amor se puede acabar: cuando hay desilusión, frustración, maltrato… Porque las relaciones entre las personas pueden deteriorarse, pueden transformarse en tóxicas y destruirnos de a poco… no sólo en las relaciones de pareja.

Lo bueno es que el amor de Dios, el amor de Jesús, es siempre igual. Dios es el Amor mismo y nos bendice con la capacidad de amar. El amor de Jesús es perfecto, íntegro, puro. Él nos ama incondicionalmente, no así nosotros, que no logramos amar de la misma manera, ni entre nosotros, ni responderle a él… pero vale el esfuerzo.

Ser discípulos de Jesús es estar seguros del amor que él nos tiene, de saber que podemos contar con él, aun cuando ya nadie nos ame y confíe en nosotros, ni siquiera nuestra familia.

Por eso Jesús está en primer lugar en mi vida, no porque no ame a mi familia y a mis amigos, sino porque sé que es por él que amo, porque él me amó primero y porque quiero caminar sobre sus pasos, ser su discípula.

Estela Andersen

Lucas 14,25-35

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