Para mí, sin embargo, mi propia vida no cuenta, con tal de que yo pueda correr con gozo hasta el fin de la carrera y cumplir el encargo que el Señor Jesús me dio de anunciar la buena noticia del amor de Dios.
Hechos 20,24
Hace poco nos tocó ver el inicio de una carrera. Nos llamó la atención ver a personas muy mayores junto a personas de mediana edad y jóvenes. Mujeres y varones, todos largaron juntos. Luego nos enteramos que entre los corredores había diversas categorías por edad y por género; algunos recorrerían 3, otros 5 y otros 10 kilómetros de distancia. Lo importante era llegar a la meta, sólo quedaba afuera quien no llegara al final. Diferentes velocidades y ritmos, pero con la mirada colocada en la meta.
Pablo debe haber visto muchas carreras. Muchas veces presenta en sus cartas la imagen de la carrera que debemos correr para alcanzar la meta, como un reflejo de la vida cristiana. Tiene en el texto un solo anhelo: correr con alegría y cumplir el encargo de anunciar la buena nueva del amor de Dios.
La carrera es una competencia o una actividad que, una vez iniciada, no podemos detener. Quien se detiene, pierde.
Mirando la vida de nuestras comunidades de fe nos preguntamos: ¿por qué tantos abandonan la carrera? ¿Por qué tantos se entusiasman para seguir a Jesús, pero les cuesta seguir en camino? ¿Será que se perdió la esperanza en alcanzar la meta? ¿Será que se perdió la dirección?
Me desilusioné, es muy pesado, la gente es tan poco comprensiva etcétera.
Quizá somos tan ególatras (adoración o amor excesivo de sí mismo) que sólo pensar en Dios nos da risa. Somos nosotros y nadie más. La ambición material, el deseo de ganancias rápidas, a veces pisoteando al otro u otra, no nos deja pensar más allá de nosotros mismos. La ambición corroe los corazones. Por lo tanto, la carrera es la mía, yo marco mi propia meta.
Diferente al pensamiento y mirada de Pablo, ¿no? Él dice que su vida no cuenta, y pide que Dios le conceda la gracia de seguir hasta el fin con alegría, anunciando que Dios es amor y verdad. Esa también debería ser nuestra oración de hoy y de cada día.
Doris Arduin y Germán Zijlstra
Hechos 20,17-38