Sábado 7 de junio

 

Y este mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que ya somos hijos de Dios. Y puesto que somos sus hijos, también tendremos parte en la herencia que Dios nos ha prometido.

 

Romanos 8,16-17

 

Pablo juega con esta bella promesa del Espíritu Santo como garantía de la herencia del Reino de Dios, que nos hermana como sus
hijos y nos hace parte comprometida del sufrimiento de Cristo.

Las herencias recorren la historia de la humanidad y de la Biblia. Nos desvivimos por las herencias. Es el gran problema humano:
adueñarnos de la herencia que pertenece a la humanidad y a la integralidad de la vida planetaria.

El hijo perdido en la parábola (Lucas 15,11-32) reclama su parte y la despilfarra. Vuelve en la miseria y sin el perdón de su hermano,
quien reprocha al padre porque ha hecho mérito. Como humanidad estamos despilfarrando la herencia. ¿Qué herencia dejaremos a
nuestros hijos?

Sólo el Espíritu nos puede hacer entender que los desheredados son parte incluyente del Reino. Bienaventurados los humildes,
porque heredarán la tierra prometida… (Mateo 5,5)
Solo la gracia del Espíritu Santo nos hace hermanos e hijos e hijas de un mismo Dios. La herencia prometida del Reino es una herencia
compartida. No podemos apropiárnosla en acumulación infinita. La compartimos con el Cristo crucificado.

 

Nada tengo, todo es de Dios.
No soy dueño de nada y nada merezco,
todo parece perdido, sin embargo,
el Espíritu nos hace herederos de tus sueños y promesas.
Nadie puede apropiarse de la herencia de Dios, es herencia compartida.
Nada es fácil, el camino angosto y lleno de piedras que rompen
nuestra dignidad…
Pero tú ya lo caminaste con la cruz a cuestas.
Has abierto esa senda.

 

“Todo mi ser se consume, pero Dios es mi herencia eterna, y el que sostiene mi corazón” (Salmo 73,26).

 

Rubén Carlos Yennerich Weidmann

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