José fue y bajó de la cruz el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana que había comprado, y lo puso en un sepulcro que estaba cavado en una peña. Luego, hizo rodar una piedra para sellar la entrada en el sepulcro. Mientras tanto, María Magdalena y María la madre de Jesús miraban dónde ponían en cuerpo.

Marcos 15,46-47

Quienes hemos tenido que transitar el camino del duelo por la pérdida de un ser querido, sabemos que uno de los momentos más difíciles es ese en el que contemplamos el lugar donde es puesto el cuerpo de quien amamos.

La tumba es muy representativa. Es el lugar donde podemos una y otra vez volver para recordar y agradecer por el tiempo compartido. Un espacio donde hallar paz en medio del sin sentido que producen el dolor y la muerte de los que fueron, son y serán parte de nuestras vidas.

¡Ahora descansan! Y, en realidad, los que se nos adelantan en el camino no necesitan de ese lugar. Somos nosotros los que precisamos un espacio físico donde ir a reencontrarnos, ahora que ya no están físicamente en medio nuestro.

Las mujeres observaban cómo ponían a Jesús en su sepulcro. Lo que menos sospecharon fue que la luz del alba les mostraría otra escena: la de la resurrección.

Esta imagen debe servirnos de aliento frente a cada una de nuestras pérdidas. La plena convicción de que la tumba no es el final de todo, sino el anuncio y la certeza de que –a partir de allí comienza lo nuevo: la plenitud imperecedera y perpetua que se concreta en la presencia de Dios.

Las tumbas que visitamos nos enfrentan a una realidad que también tendremos que atravesar: nuestra propia partida.

¡Qué bueno y esperanzador es saber que Jesús al vencer la muerte nos hace vencedores también a nosotros y que nada ni nadie puede apartarnos de ese don que Él nos ofrece por su gran amor!

No contemplemos a la muerte a través de la frialdad del mármol de las tumbas, sino percibiendo el calor de la vida plena que se hace eterna junto a Dios.

Carlos Abel Brauer

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