Sábado Santo: el sentido de un día que está «en el medio»

Durante el sábado santo la Iglesia medita el descanso de Jesús acompañándolo en el silencio del sepulcro en oración y permaneciendo por ello desnudo el altar. Es un día “alitúrgico”, no se celebran los sacramentos. Silencio expectante y oración intensa. Así expresa, por una parte, el dolor por la muerte de Cristo y, por otra, la esperanza en la resurrección.

En la Iglesia primitiva el sábado santo fue un día sin liturgia propia, centrado en la sepultura de Cristo, y dedicado al ayuno, a la oración silenciosa, a la expectación vigilante. Dinámica y experiencia pascual (paso de la tristeza a la alegría), que debía hacer toda la comunidad, especialmente los catecúmenos. Por otra parte, en la Iglesia antigua el sábado santo tenía como uno de sus centros el escrutinio de los catecúmenos elegidos y la preparación inmediata al bautismo por diversos ritos y actos litúrgicos.

La explicación de este contexto:

Jesús ha muerto en la cruz. José de Arimatea se hecho cargo de su sepultura. Acto seguido narra el Evangelio que las piadosas mujeres que lo habían seguido «estaban sentadas frente al sepulcro» (Mateo 27, 61). El acontecimiento más destacable de este día junto a la sepultura es el así llamado «el descenso de Cristo a los infiernos», declaración de fe que se propaga en el siglo IV y recoge el Credo Apostólico. Afirmar la sepultura de Cristo equivale a decir que su muerte humana fue algo real. Es significativo al respecto que Marcos (15, 45) hable de «cadáver», y que la sepultura pertenezca al contenido del ‘kerigma’ o anuncio más antiguo en relación a Jesús: «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, fue sepultado, y resucitó al tercer día según las Escrituras» (1 Corintios 15, 3 – 4).

El sentido del descenso al Hades no radica en que le falte algo a la redención de la cruz, sino en la expresión eficaz de la solidaridad última y radical con todos los seres humanos en toda situación, incluso la muerte. Es la última consecuencia de la misión redentora recibida del Padre, y cumplida acabadamente en la muerte y la resurrección. Es la prenda de una resurrección gloriosa. Desde el momento que Cristo Jesús es el Crucificado-Resucitado, los muertos pueden también esperar la vida: «No temas, soy yo, el primero y el último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y el Hades» (Apocalipsis 1, 17 – 18).

Sólo por una muerte que verdaderamente desciende hasta donde están los muertos, puede creerse en la verdad de la resurrección de los muertos. Eso es asumir la muerte hasta sus últimas consecuencias, pero también proclamar esperanza contra toda esperanza. En aquél que ha sido sepultado se cumplirá la promesa: «Como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, así estará el Hijo del Hombre en el seno de la tierra tres días y tres noches» (Mateo 12, 40). «Jesús les respondió: Destruyan este templo y en tres días lo levantaré … él se refería al templo de su cuerpo» (Juan 2, 19. 21).

Para reflexionar:

A lo largo del día sábado puede invitarse a la meditación personal, grupal y comunitaria sobre la necesidad de vivir una renovación del con-morir y con-resucitar con Cristo en el bautismo, como una manera de volver a vivirlo, procurando así una inmersión fecunda en el Misterio Pascual.

A ese fin se formula un breve cuestionario pertinente, p. ej.: ¿en qué medida he/hemos asumido el propio bautismo? ¿Cuál es el estado de mi/nuestra conversión y fe, de mi/nuestro sentido de pertenencia a la comunidad? ¿Qué implica concretamente esta rememoración de las promesas bautismales?

Miguel Ponsati para IERPcomunica

 

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