*por Norberto Rasch
En la estación de servicio, mientras cargaba GNC, se acercó un hombre de mediana edad, vestido con ropa de trabajo y en forma muy educada me pidió llevarlo un tramo ya que había perdido el colectivo.
– “Le puedo cebar unos mates, de paso”, dijo. Pensé que mal no me vendría, después de ya 500 kilómetros de ruta y unos 300 por recorrer.
Que, “soy pastor y vengo de Córdoba”; que, “soy campesino y vivo en Corrientes”… palabra va, pregunta viene; que «la lluvia no afloja”; que «la vida está difícil”; trascurrieron varios kilómetros y con el termo ya casi vacío, don Evaristo, así se llamaba mi pasajero, no pudo mas con su curiosidad.
– “Dígame… ¿qué hace un pastor en la ruta lejos de su casa y de su congregación y encima rumbo al norte?” y agregó: “Yo también voy a una Iglesia Evangélica, pero mi pastor vive en el pueblo y nunca viaja”.
– “Bueno” —dije yo— “Hay muchas formas de ejercer un pastorado y algunas comunidades no son para nada típicas, en mi Iglesia eso es muy común, somos medio raros”, y yo mismo tuve que reírme de mi definición.
Pasaron varios kilómetros más y habiendo sopesado lo dicho a Evaristo me animé a comentar:
– “Mire, yo viajo tanto pues tenemos congregaciones en tres países. Me dedico a sensibilizar a las personas acerca de la discapacidad”.
– “Ah las personas con capacidades diferentes”.
– “No, personas con discapacidad”… “ve, allí comienza mi trabajo, hacer tomar conciencia que todas las personas tenemos capacidades diferentes, pues todos somos diferentes. La discapacidad es otra cosa, es algo que a la persona le dificulta moverse en la sociedad, que está hecha a la medida de la mayoría. Algunos lo ven como castigo de Dios a causa de sus pecados, pero yo le aseguro Evaristo, que Dios no castiga, Jesús mismo dijo que esto no es así, que también en las personas con discapacidad se puede ver la obra de Dios si tan solo dejaríamos que compartan con nosotros los muchos dones que tienen”.
– “Nunca lo había visto así. En mi pueblo hasta los tienen medio escondidos para que la gente no hable, ¿vio? El hijo de mi primo es ciego de nacimiento, dicen que la madre tenía esa enfermedad de los gatos”
– “Toxoplasmosis”, completé.
– “Sí esa, la de los gatos. Ahora tiene 17 años pero nunca fue al colegio. No sé si eso está bien, algo debería aprender. Será ciego, pero es muy inteligente”.
– “Es que una cosa no quita la otra”.
Hubo un silencio de kilómetros, pero sabía que en cualquier momento volvería al ataque con más preguntas.
– “Pero entonces, su congregación ¿dónde está?”
– “Ah, mi amigo, la suya es una gran pregunta. Jesús dice que donde haya dos o tres reunidos en su nombre, hablando de él y de su obra, Él está presente, y aquí ya somos dos”. “Además, en cada lugar que doy un taller, una charla, lo que sea, lo hacemos en nombre de Dios, pues no solo hablamos de discapacidad, sino de sus bondades, de su gran amor” y continué explicando: “Además, en los tres países que recorro he cosechado muchos hermanos y hermanas, nos escribimos y nos reencontramos cada tanto y nos estrechamos en un gran abrazo, nos miramos a los ojos, a veces ni palabras hacen falta”. “Somos una gran comunidad, silenciosa seguramente, pero grande, muy grande y por más que usted vaya a otra iglesia, también ya forma parte de ella, porque es la comunidad de los que han abierto su corazón a las personas con discapacidad, aunque más no fuera con la pregunta que le queda picando acerca de su sobrino…”
– “Me bajo en el cruce, de allí me queda una legua a pie”
Paré en la banquina, y a diferencia de otros pasajeros que uno a veces lleva y simplemente se bajan, con Evaristo nos confundimos en un sentido abrazo, en medio de la nada, en un lugar en que se cruzaban los caminos, los de la ruta y los nuestros. Creo que Dios también andaba caminando por allí, en ese cruce, en medio de la nada.