No queremos que ustedes se queden sin saber lo que pasará con los que ya han muerto.
1 Tesalonicenses 4,13

Desde que existe la humanidad, el ser humano se ha preguntado eso: ¿qué pasará con los que ya han muerto? Todas las religiones tratan de dar una respuesta y los Libros de los Muertos, ya sea el tibetano o el egipcio u otros, gozan de bastante popularidad. Si bien para algunos el muerto está muerto y basta, la mayoría de una u otra forma “cree” en que “algo” del ser humano es imperecedero. Para algunos es el alma que vuelve a la fuerza divina del cosmos, otros piensan que los seres humanos viven muchas vidas, se van reencarnando una y otra vez en una cadena de regresos a esta vida bajo diverso aspecto corporal. Y no pocos cristianos entienden la Resurrección en clave de reencarnación.
Confesamos en el credo: “creo… la resurrección de la carne…” Todos los sistemas que he mencionado arriba menosprecian la corporalidad dando el valor supremo al alma (o al espíritu). Sin embargo, el Nuevo Testamento trae algo totalmente revolucionario, insistiendo que los cuerpos resucitarán. La vida humana es única e irrepetible, su identidad es personal; eso le da un gran valor a la libertad y la responsabilidad de cada persona. A esta vida le sigue una transformación total y eterna de cada individuo, no una sucesión de vidas y muertes sin fin. El Apóstol Pablo trata de explicarlo con imágenes. Por ejemplo: la semilla en la tierra desaparece cuando va dando forma a la planta que nace de ella. La planta y la semilla son totalmente diferentes, sin embargo hay continuidad entre ambas: “No plantas el cuerpo que luego ha de nacer, sino que siembras una simple semilla de trigo o de otro grano… Así sucederá también con la resurrección de los muertos. Lo que se siembra en corrupción resucita en incorrupción; lo que se siembra en oprobio resucita en gloria; lo que se siembra en debilidad resucita en poder; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual”. (1ª Corintios 15)

Karin Krug

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