Antes yo había sido blasfemo, perseguidor e injuriador; pero fui tratado con misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad.
1 Timoteo 1,13
Lo trágico de la historia de Pablo es que se convirtió en un blasfemo, perseguidor e injuriador precisamente porque estaba convencido de que cumplía la voluntad de Dios. Al destrozar la iglesia, entrando en las casas y arrastrando a hombres y mujeres a la cárcel (Hechos 8,3), perseguía a Dios mismo (Hechos 9,4-5). Esa era su ignorancia e incredulidad. Pablo era un pecador.
Lo maravilloso de la historia de Pablo, sin embargo, es que él recibió misericordia: por un lado, de Dios mismo (Hechos 9,15) y, por otro, de aquellos a quienes él buscaba destruir, quienes lo cuidaban y compartían sus casas y comidas con él (Hechos 9,17-19). Pablo era un pecador perdonado.
¿Puedes decir lo mismo de ti? Sé que preferimos pensar en términos más positivos: ser bendecidos, cuidados y amados por Dios. Pero te aseguro que no habrá mayor bendición para ti y tu entorno que reconocer que eres un pecador perdonado y reconciliado con Dios, y todo esto no por tu propia iniciativa, sino por la iniciativa de Él, “que en Cristo estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomando en cuenta sus pecados” (2 Corintios 5,19).
Es por eso, que te invitó a que todo tu ser bendiga el Santo Nombre del Señor porque “tan alta como los cielos sobre la tierra, es su misericordia con los que le honran y tan lejos como está el oriente del occidente, alejó de nosotros nuestras rebeliones” (Salmo 103,11-12).
Michael Nachtrab