Pero Josafat preguntó: “¿No hay por aquí algún otro profeta del Señor a quien también podamos consultar?” El rey de Israel contestó a Josafat: “Hay uno más, por medio del cual podemos consultar al Señor. Es Micaías, hijo de Imlá. Pero lo aborrezco, porque nunca me anuncia cosas buenas, sino solamente cosas malas”.

1 Reyes 22,7-8

Los profetas ocupan un lugar interesante en el tiempo del Antiguo Testamento. Eran la voz que clama y reclama de forma constante el quehacer de Dios.

Existían toda clase de profetas. Josafat que se involucra en una disputa territorial, sugiere a Ahab consultar con los profetas. Consultó a cuatrocientos profetas y todos hablaron a favor de Ahab, pero Josafat desconfiaba de ello. Micaías no contaba con la simpatía del Rey, algo como diría Pablo: “¿acaso me he vuelto enemigo de ustedes, solamente porque les he dicho la verdad?” (Gálatas 4,16).

La figura del profeta está presente también hoy. Incluso en el contexto evangélico algunos que son llamados profetas, pueden ser hombres o mujeres. Claramente es una responsabilidad muy grande, sobre todo, porque deben llevar la verdad, sobre la complacencia de quienes los escuchan.

Pero, ante todo, es la voz que interpela en mi propia situación delante de Dios y ante mi hermano. Una cosa no puede ir separada de la otra, y es necesario que constantemente nos llegue esa palabra que nos hace ver todo el contexto con mayor claridad, con una mirada puesta en Dios sobre todas las cosas y en nuestro/a hermano/a como una obligación al mandamiento del amor.

Jesús fue considerado un profeta. En él está la voz de Dios que nos es revelada, la que nos desafía y nos compromete, la que nos da esperanza, a pesar de las adversidades, y nos une en una comunión bendita con el otro, con la otra.

Carlos Kozel

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