Pedro y los demás apóstoles contestaron: Es nuestro deber obedecer a Dios antes que a los hombres.

Hechos 5,29

Complicado, sumamente complicado. Sin el contexto de la historia, la famosa frase da para cualquier cosa. Estamos hablando de la libertad de predicar, de una vocación radical que exige a esa persona una determinación inquebrantable. Los discípulos, desbordados por el entusiasmo de la resurrección y Pentecostés, se dirigieron al ojo del huracán para comenzar lo que consideraban un imperativo de Jesús (véase Mateo 28,19-20). En el patio del templo de Jerusalén los discípulos llevaban adelante una suerte de competencia desleal. Las mismas promesas de salvación, perdón y un mundo mejor, pero sin pasar por el costoso tamiz de los sacrificios. Les prohíben predicar, y ellos responden con las palabras que encabezan esta meditación.

Aún así son palabras peligrosas, ¿cómo sabemos que aquello que llamamos ‘obedecer a Dios’ no es un delirio místico? ¿Cómo diferencio entre imaginación propia y voluntad de Dios? Aun el Apóstol Pablo se preocupa por enseñar que nadie conoce los pensamientos de Dios. (Romanos 11,34: Porque ¿quién entendió la mente del Señor?)

Por lo anterior, el criterio debe ser amar al prójimo, sanar al herido, ver en todo el que sufre la presencia de Cristo siendo crucificado una y otra vez por la pecaminosidad del ser humano. 

Ese es el ‘imperativo categórico’ del Evangelio, ese es el mandato que debemos obedecer antes que los patrones culturales o económicos. El objeto de nuestro amor debiera ser la humanidad redimida en Cristo sin distinciones de color de piel, idioma, religión o cualquier otra diferencia que separe lo que Dios ha creado para la comunión.

Carlos A. Duarte

Hechos 5,17-33

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