Nos creen afligidos, y permanecemos alegres; tenemos apariencia de pobres, y enriquecemos a muchos; pareciera que no tenemos nada y todo lo poseemos.
2 Corintios 6, 10

Mis abuelos pertenecieron a una generación de “perdedores”: perdieron campo y casa, dos veces, perdieron hijos y el abuelo luchó, incluso, en dos guerras…; pasaron hambre y miseria, el hijo mayor sufrió dos años de campo de concentración nazi. Y como si no fuera suficiente, en el lugar donde les tocó empezar de nuevo, los trataron como “extranjeros”. Pasé buena parte de mi infancia en la (nueva) casa de mis abuelos, en aquel (nuevo) lugar donde les costó mucho echar raíces.
Nunca los escuché quejarse, nunca los vi amargados. Les debo mucho, en primer lugar, el don de la fe: me transmitieron la fe con alegría, a través de un testimonio de auténtica fe cristiana. Recuerdo a mi abuelo como una persona con un gran sentido del humor, una sabiduría increíble y un estilo de vida que invitaba a imitar. Él solía decirme: «Donde encuentres una comunidad de hermanas y hermanos, y donde tengas amigos verdaderos, ese será tu lugar en el mundo». Esto me lo decía cuando yo estaba luchando contra las dudas típicas de la adolescencia.
Sí, pienso que eso es lo que se trata: la fe como una forma de vida, algo que surge de manera natural y no como algo impuesto o resultado de un esfuerzo. En nuestro párrafo, el apóstol Pablo les explica a los Corintios lo tangible y evidente de la fe: la verdadera vida.
“Señor, cuán hambrientos estamos de comprender tu palabra. Concédenos verdaderos testigos y no solo maestros de ceremonia. Mira, Señor, cuánta sed tenemos de tu guía y cuánto ansiamos conocer lo que verdaderamente importa”. (Dorothee Sölle)

Reiner Kalmbach

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