Si el primer pan que se hace de la masa está consagrado a Dios, también lo está la masa entera. Y si la raíz de un árbol está con-sagrada a Dios, también lo están las ramas.
Romanos 11,16
Las calles que habitualmente recorro en nuestro barrio, me lle-van a pasar frente a un parque con muchísimos árboles. Grandes y frondosos algunos, pequeños y débiles, otros. Desde siempre, especialmente uno me llama la atención. Su tamaño, su forma, lo vigoroso que se muestra en cualquier época del año. Seguramente a quienes les gustan las plantas o tienen un jardín, dicen muchas veces lo que pienso al ver este maravilloso árbol: “Le encanta ese lugar del parque…, la luz que recibe…, la tierra…” Sin dudas dis-pone de un suelo con excelentes nutrientes.
Si las raíces de nuestro propio ser están consagradas a Dios, si lo aceptamos, si tenemos fe y confianza, creceremos vigorosos en Cristo y lo tendremos como principio rector y como finalidad de nuestras vidas.
Produce enorme alegría creer y crecer así. Lo que absorbemos de ese suelo fértil llega a las ramas y hojas del árbol que somos o del que formamos parte, y brota para nuestra felicidad y la de los que nos rodean.
Tener fe y vivir de acuerdo con los planes de Dios, estricto pero bondadoso, permitirá que nuestros tropiezos y caídas se transfor-men en restauraciones y enriquecimientos. Él ha mostrado su in-finita gracia recibiéndonos como parte de su pueblo. Esto no debe hacernos sentir superiores ni mejores que los demás. No somos nosotros los que sostenemos al árbol, sino la raíz.
Busquemos siempre los nutrientes para crecer fuertes y activos, en la bondadosa palabra de nuestro Dios. Él nos amará aun cuando menos lo merezcamos. Es en ese momento que más lo necesita-mos.
Magdalena Krienke de Lorek
Romanos 11,11-24