El ángel… me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de la presencia de Dios… La ciudad no necesita ni sol ni luna que la alumbren, porque la alumbra el resplandor de Dios, y su lámpara que es el cordero…
Apocalipsis 21,10.23
Todos sabemos de la enorme importancia de la luz del sol para la naturaleza y para todos los seres vivos. En algunos países, las noches de invierno pueden llegar a durar 18 horas. Por eso, en Noruega se han instalado luces por todas partes: en las casas, en las calles, en plazas y parques, en las costas y en los puertos. Esta iluminación artificial ayuda a que la gente esté más animada, no se quede encerrada en sus casas y disfrute más de la vida social. Se ha comprobado que en las regiones más cercanas al polo, la falta de luz natural influye en el humor de la gente; muchas personas sufren profundas alteraciones emocionales, depresiones y melancolía, y otros trastornos como envidia, celos, desconfianza e irritabilidad.
La Biblia relaciona la luz con la presencia de Dios, con su gloria y su poder. En el Éxodo, Moisés contemplaba el brillo en el rostro de Dios. Isaías anunciaba el resplandor de la gloria de Dios para cuando el pueblo de Israel estuviera libre de la deportación. En el Apocalipsis, Juan tuvo la visión de la nueva Jerusalén, de un cielo nuevo y una tierra nueva, donde la presencia de Dios sería tan plena y perfecta que reemplazaría cualquier luminaria. La luz representa alegría, paz, confianza y bienestar.
El apóstol escribió estas palabras a los creyentes del primer siglo que vivían su fe sometidos a fuertes amenazas, persecuciones y torturas. Por eso, este anuncio de nuevos días, de luz, de paz y de alegría era un bálsamo de consuelo y esperanza.
También nosotros, que vivimos días de incertidumbre, tristeza y dolor, somos invitados hoy a esperar con gran expectativa el cumplimiento de esta promesa, en la que Dios cambiará todas las sombras y tinieblas por la alegría de su presencia.
Bernardo Raúl Spretz