No pudo hacer allí ningún milagro, aparte de poner las manos sobre unos pocos enfermos y sanarlos. Y estaba asombrado porque aquella gente no creía en él.
Marcos 6,5-6
La fe… ¿puede curar?
Durante mucho tiempo, el mundo occidental ha ignorado casi totalmente el papel del espíritu en la curación de la persona. Hoy, por el contrario, se reconoce abiertamente que gran parte de las enfermedades modernas son de origen psicosomático.
Mucha gente ignora que su verdadera enfermedad se encuentra en un nivel más profundo que el estrés, la tensión arterial o la depresión. No pocas veces el deterioro de la salud comienza a gestarse en su vida absurda y sin sentido, en la carencia de amor verdadero, en la culpabilidad vivida sin la experiencia del perdón, o cuando uno se centra egoístamente sobre sí mismo o en tantas otras “dolencias” que impiden el desarrollo de una vida saludable.
Ciertamente, sería degradar la fe cristiana, utilizarla como uno de tan-tos remedios para tener buena salud física o psíquica. La razón última del seguimiento a Jesús no es la salud, sino la acogida del amor salvador de Dios. Pero, una vez establecido esto, hemos de afirmar que la fe posee fuerza sanadora y que acoger a Dios con confianza, ayuda a las personas a vivir de manera más sana.
La razón es sencilla. Muchas personas comienzan a enfermar por falta de amor. Por eso la experiencia de sabernos amados incondicionalmente por Dios nos puede curar. Los problemas no desaparecen. Pero saber, en el nivel más profundo de mi ser, que soy amado siempre y en cualquier cir-cunstancia, y no porque yo soy bueno y santo, sino porque Dios es bueno y me quiere, es una experiencia que genera estabilidad y paz interior.
A partir de esta experiencia básica, la persona cristiana puede ir curan-do heridas de su pasado. El amor de Dios acogido con fe puede ayudar-nos a mirar con paz errores y pecados, puede liberarnos de las voces in-quietantes del pasado y ahuyentar espíritus malignos que a veces llenan nuestra memoria. Por eso Jesús quiere imponernos sus manos sanadoras, y que nos abandonemos confiadamente al amor de Dios.
Mario Bernhardt
Marcos 6,5-6; 2 Samuel 18,19–19,9a