Hermanos, deben darse cuenta de que Dios los ha llamado a pesar de que pocos de ustedes son sabios según los criterios humanos, y pocos de ustedes son gente con autoridad o pertenecientes a familias importantes.
1 Corintios 1,26

La comunidad de Corinto parece haber estado formada en su mayoría por personas humildes, sin cargos importantes ni apellidos de renombre, sino más bien por esclavos y trabajadores sencillos.
Muchas veces, las iglesias sueñan con tener miembros adinerados y prósperos, y se enorgullecen si cuentan entre sus integrantes con personajes famosos. Sin embargo, Dios no se fija en lo externo, en el estatus, ni en la situación económica sino en la disposición del corazón. Y por eso, una congregación no debe avergonzarse por la humildad de sus miembros.
Es hermosa la historia de San Lorenzo, quien vivió en el siglo tercero. Era diácono y custodiaba los recursos que la Iglesia de Roma utilizaba para ayudar a los pobres y excluidos de la sociedad. El prefecto de Roma -autoridad del Imperio romano- quiso aprovechar el clima de hostilidad que había contra los cristianos para confiscar ese tesoro para el imperio, pensando que era una gran fortuna. El funcionario intimó a Lorenzo para que en tres días le trajera todos los tesoros de la Iglesia. Al tercer día apareció Lorenzo y pidió al magistrado que saliera al atrio para ver dónde había acumulado los tesoros de la Iglesia. El funcionario esperaba encontrar una montaña de monedas de plata, lingotes de oro y muchas joyas, pero en cambio, sólo vio una enorme multitud de ancianos, pobres, lisiados, ciegos y familias humildes. Lorenzo expresó: “Estos son los tesoros de la Iglesia, como hizo Jesús, el Hijo de Dios, así hacemos nosotros los cristianos hoy, y así hará la Iglesia siempre: eran los más queridos de Jesús, también lo son los nuestros.” Este acto le costó la vida a Lorenzo.
Dios nos conceda la humildad de valorar a las personas por lo que son y no por lo que tienen. Que la Iglesia sea rica en talentos y amor, aun si faltaran los recursos materiales.

Bernardo Raúl Spretz
1 Corintios 1,26-29

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