Vino a su propio mundo, pero los suyos no lo recibieron.

Juan 1,11

Y no dejaron nunca de ser “los suyos”.

La historia de la salvación es la de un Dios fiel y amoroso permanentemente vinculado a un pueblo que falla, que erra, que abandona el camino, que se arrepiente y empieza de nuevo porque el perdón de Dios se lo hace posible. Pero no deja nunca de ser su pueblo. La fidelidad de Dios se basa únicamente en el amor, un amor unilateral que sólo ofrece y no espera retribución. Los suyos, jamás dejan de ser los suyos. Jamás dejamos de ser los suyos.

La luz vino al mundo, remarca Juan en su versión del Evangelio, y el mundo prefirió la oscuridad. Pero la luz vino y está. Con la fidelidad que sólo el amor incondicional puede dar.

Alguna vez pensé que llamarnos “hermanos” en la comunidad de fe no era lo más adecuado. El vínculo de hermandad no puede romperse y nosotros sí podemos romper nuestras relaciones como parte de la comunidad de fe. Me llevó su buen tiempo entender que precisamente esa indisolubilidad del vínculo de hermandad es parte fundamental de nuestra fe. Somos hijos de Dios, nos ha adoptado como “los suyos” y no dejaremos de serlo a pesar de nuestros abandonos de los que siempre podremos volver. Y porque somos sus hijos, somos hermanos de nuestros hermanos. Y no dejaremos de serlo nunca a pesar de las circunstancias que nos alejen, nos enemisten y no seamos capaces de la reconciliación. Seguirán siendo “los nuestros”. Seguiremos siendo hermanos porque eso no depende de nosotros.

No somos menos libres por esto. Tenemos la inmensa libertad de quien se sabe querido sin haberlo merecido, sólo porque tiene quien lo ama sin condiciones.

Oscar Geymonat

Juan 1,9-13

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