Para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día.
2 Pedro 3,8-10
Cuando era niña, nunca sentí que el tiempo avanzara suficientemente rápido. Apenas podía soportar la espera al cumpleaños o a la Navidad. Aquello que me reportaba alegrías, debía suceder ya, ¡INMEDIATAMENTE! Hoy es exactamente lo opuesto: me encanta el tiempo de la felicidad previa y de la preparación, el tiempo de Adviento con todas las cosas especiales y secretos. Y todo me sucede demasiado rápido: de repente llega la Navidad, y más rápido -demasiado rápido- ya pasó. ¿Qué ocurre con el tiempo y mi propia percepción de él? A veces tengo la sensación de que el tiempo corre, y yo sin aliento lo sigo detrás. ¡Qué bueno que el año litúrgico sirva para estructurar el tiempo! ¡Qué bueno que en Adviento nos tomemos un tiempo para oír las historias y llevar adelante tradiciones! ¡Qué bueno que percibamos con los sentidos: justo se inicia otro tiempo, el tiempo de la liberación y redención! Cesa ya de agitarte por la vida. Respira hondo, recobra la calma y el conocimiento. ¿Acaso aquello que te estresa hoy, será mañana aún importante? ¿Qué es lo importante en tu vida? ¿para qué deseas realmente tiempo? ¿Será que, quizás, el tiempo para tu familia, para tus amigas, amigos, para la comunidad, es más importante que tantas otras cosas en las que pones tu afán? Para Dios un día es como mil años, y mil años son como un día. Cada momento, así sea calmo o frenético, está en las manos de Dios.
Dios, te doy gracias por mi vida. Recuérdame siempre que cada día y cada hora vienen de ti. Mi tiempo está en tus manos. Ayúdame, Dios, a vivir intensamente cada momento de mi vida y a percibirlo con todos los sentidos. Amén.
Heike Koch