Dios es quien me salva; tengo confianza, no temo. El Señor es mi refugio y mi fuerza, él es mi salvador.

Isaías 12,2

Durante mucho y demasiado tiempo hemos predicado un Dios que nos refriega nuestros errores, que se aleja de nosotros cuando nos equivocamos y que con vehemencia castiga al pecador. De hecho hay suficientes testimonios bíblicos que avalan este concepto. Y sin lugar a duda es cierto que Dios aborrece el pecado y desea que sus hijos e hijas llevemos nuestras vidas fieles a su voluntad. Pero también es cierto, y bíblicamente fundamentado, que Dios se deja conmover por nuestras flaquezas humanas. Que así como se alegra con nuestros logros tam- bién llora con nuestras derrotas y que cuando más lo necesitamos nos extiende su mano para sostenernos y, de ser necesario, llevarnos adelante en sus brazos. Dios no espera de nosotros que seamos perfectos sino auténticos. Que con sinceridad reconozcamos nuestras debilidades, que con confianza en su misericordia confesemos nuestros errores y que sobre la base de su perdón busquemos mejorar.
Esto no es fácil de comprender. Entiendo. Porque nuestro ideario de Dios está plagado de angustias. Porque estamos acostumbrados a que nos carguen con culpas. Porque creemos que debemos ganarnos el amor y que equivocándonos lo echamos todo a perder. Pero desde la perspectiva de un Dios de compasión que quiere siempre lo mejor para nosotros esto no es tan así. Pues a la par de marcarnos con toda claridad y de manera irrenunciable lo que espera de nosotros, nos ofrece refugio cuando desvanecemos. Activa fuerzas en nosotros cuando flaqueamos. Y más allá de toda adversidad establece paz con nosotros, no por nuestro mérito sino simplemente por su gracia.
Estoy convencido de que nada podrá separarnos del amor de dios.
(Romanos 8,38)

Annedore Venhaus

Isaías 12,1-6

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