Después de esto, miré y vi una gran multitud de todas las naciones, razas, lenguas y pueblos. Estaban en pie delante del trono y delante del Cordero, y eran tantos que nadie podía contarlos. Iban vestidos de blanco y llevaban palmas en las manos. Todos gritaban con fuerte voz: “¡La salvación se debe a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero!”
Apocalipsis 7,9-10
El libro del Apocalipsis surgió en tiempos muy difíciles para los cristianos. Un emperador romano llamado Domiciano decretó que todos debían inclinarse ante su imagen y rendirle culto, como si fuera un dios. Los cristianos no veneraban a ninguna autoridad humana, sino que declaraban: “Jesucristo es el Señor”. Si bien hoy no estamos en la misma situación, igualmente debemos preguntarnos si somos fieles y leales solamente a Dios y su voluntad, o si también nos inclinamos ante personajes, doctrinas filosóficas, ideológicas, económicas u otras que se nos anuncian o imponen como infalibles. Vemos con tristeza cómo crecen los fanatismos políticos, el racismo y la discriminación, y cómo se manifiestan tantas formas de violencia, intolerancia y otras actitudes hostiles hacia quienes no piensan de una u otra forma. En la visión del Apocalipsis se supera esta realidad de divisiones y agresiones. La reconciliación y la unidad son posibles a través de Jesucristo, el hijo de Dios, sacrificado como un cordero y resucitado.
Solamente él es digno del reconocimiento y de adoración como Rey del mundo y no los tiranos que producen divisiones entre sus defensores acérrimos y sus adversarios.
Es mi deseo que nuestro amor y nuestra fidelidad a Jesucristo y a sus enseñanzas sean el criterio para relacionarnos con los poderes de este mundo y sus demandas.
“Tronos y coronas pueden perecer; de Jesús la iglesia siempre habrá de ser. Nada en contra suya prevalecerá, porque la promesa nunca faltará. Firmes y adelante, huestes de la fe, sin temor alguno, que Jesús nos ve” (Canto y Fe número 327).
Bernardo Raúl Spretz